El día que Mato se marchó

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El callejón olía a polvo y óxido, y el aire traía un leve zumbido de peligro. Las zapatillas de Mato raspaban el pavimento agrietado mientras intentaba escabullirse a casa sin ser visto. Sabía que no debería haber caminado solo, especialmente en esa parte de la ciudad. La banda rival había estado buscando una excusa, cualquier excusa, para hacerle pagar por sus colores.

No tardó mucho. Cuatro de ellos salieron de las sombras, bloqueando ambos extremos del callejón. Sus ojos brillaban como cuchillos.

“Parece que el soldadito está solo”, dijo uno de ellos con desdén.

A Mato se le revolvió el estómago. Apretó los puños, pero sabía que lo superaban en número. Se preparaba para el primer golpe cuando el aire cambió: fresco, casi dulce, como el aroma de las flores en el desierto.

De detrás de los pandilleros, emergió una figura. Vestía una camisa blanca impecable, pantalones oscuros y un bigote que enmarcaba una sonrisa serena y firme. Su presencia era tan imponente que la pandilla se quedó paralizada, su bravuconería flaqueando.

Mato lo reconoció al instante por las velas y fotos que su abuela guardaba en su pequeño altar. Jesús Malverde.

La figura santa dio un paso al frente, con voz baja pero firme. «Este no es tu camino. Déjalo ir».

El líder de la pandilla se burló, pero el sonido salió tembloroso. Uno a uno, retrocedieron. No intercambiaron palabras, solo un miedo tácito en sus ojos, como si supieran que estaban en presencia de algo más allá de la carne y los huesos. Momentos después, se habían ido, devorados por las calles.

Jesús Malverde se volvió hacia Mato. «Tu vida vale más que el nombre de una calle y una chaqueta. Vete a casa. Vive libre».

Y así, se fue: sin ruido de pasos, sin aire cambiante, solo silencio.

Esa noche, Mato entró en su habitación, sacó su chaqueta de pandillero del armario y la dobló por última vez. En su lugar, colocó una pequeña vela junto a la ventana, con la llama firme y brillante. No estaba seguro de si volvería a ver a Malverde, pero sabía que se había salvado por una razón.

Desde ese día, la vida de Mato perteneció a algo más grande que la pandilla: algo que lo había salvado cuando nadie más pudo.

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