Llevaba horas mirando al techo, con el peso de las facturas y los avisos de vencimiento presionándome el pecho como una piedra. Cada número que repasaba en mi cabeza terminaba en rojo. El banco había dejado de llamar; habían pasado a cartas con sellos rojos. No tuve valor para decirle a mi madre que la tienda estaba a una semana de cerrar.
Esa noche, finalmente me quedé dormida. Y fue entonces cuando lo vi.
Estaba de pie en medio de un camino polvoriento, el sol poniente quemaba el cielo tras él en tonos dorados y carmesí. Era tal como mi abuela lo había descrito: cabello negro bien peinado, bigote espeso, ojos que podían leerte el alma y hacerte sentir seguro. Jesús Malverde.
Quise hablar, pero antes de que pudiera, sonrió y se acercó, el leve tintineo de las monedas resonando en el aire quieto. Me ofreció un pequeño saco de arpillera, no más grande que una hogaza de pan. “Para ti”, dijo. Pero recuerda: el dinero es como el agua. Sujétalo con las manos abiertas y se quedará. Si lo agarras con demasiada fuerza, se te escapará.
Cuando tomé el saco, lo sentí más pesado de lo que parecía. Intenté preguntarle qué debía hacer, pero una ráfaga de viento cálido nos envolvió y, de repente, desperté.
Al principio, pensé que había sido una pesadilla, hasta que noté algo extraño. En mi mesita de noche, donde la noche anterior solo había un vaso vacío, había una billetera vieja y desgastada que nunca había visto. Dentro, había el dinero justo para saldar mis deudas y comprar nuevos artículos para la tienda. Ni más ni menos.
Nunca le he contado a nadie exactamente lo que pasó. La gente pensaría que lo estoy inventando, o algo peor. Pero cada noche, desde entonces, enciendo una vela por Malverde. Ya no rezo por dinero. Rezo por la sabiduría de sostenerlo con las manos abiertas.